6.28.2008


Tomás tenía padres que le dieron vida y padres que le negaron muerte, eso repetía parafraseando a un compañero medio-hermano que por esos días trabajaba junto a él en una fabrica recuperada, gracias a los mismos padres que dejaron sus corazones latiendo en el de sus medio-hijos.

En cuanto a los que le dieron vida, nunca se quejó, lo alimentaron y lo educaron para que sea feliz, sin detenerse en contradicciones. Pero, la lectura a la cual nunca lo motivaron lo llevó por otros caminos, más duros, más difíciles, menos compartidos y reconocidos.

Mientras crecía y daba cuenta de las falencias de sus progenitores, a veces se enfrentaba a ellos, pero generalmente pensaba en la manera de cómo criar a sus hijos con aquellas cosas que el creyó, le faltaron.

"Ya te hiciste el héroe, ahora, acomodate y cría a tu hijo en paz". La construcción "en paz" le daba vueltas en la cabeza cuando escuchaba las voces que venían de norte y sur, que decían que habían matado a un obrero por reclamar su reincorporación laboral y a una mujer que llegaba a su casa para cocinar y limpiar, después de haber limpiado y cocinado para otros.

Ésa frase no fue herencia familiar, los progenitores murieron antes de que Camilo pudiera entenderla.

Fallecieron reconocidos como "buena gente", "gente tranquila", pero con una jubilación miserable, y una cobertura social peor. Habían esperado, en su vida de defensores de la delegación de responsabilidades, que los hombres y mujeres de la boleta en la que habían depositado todos sus derechos las modificaran.

Tomás y Laura trabajaron en las mismas condiciones por las que, años antes, arriesgaron su vida para que nunca más existieran.

Así fue hasta que Camilo terminó el colegio secundario y decidió acompañar a sus padres en el deseo de volver al barrio, de vivir con la gente que compartieron tardes, asados, marchas, lágrimas, al menos con los que sobrevivieron a "guardarlos" y los que se guardaron.

Allí comenzaron a construir, y rearmar aquel futuro soñado, que años más tarde seguía siendo futuro.

Camilo estuvo presente y eso era lo que más feliz hacia a Tomás. Camilo y sus amigos y amigas, cantaban, saltaban, pintaban, leían, formaban, y se formaban.Hasta aquel día.

La noche cayó, Camilo calló cuando logró pasar todos los cercos y llegar a su cuarto. Calló para llorar, porque sabía que había perdido a dos amigos.

Los plomos, al servicio de la comunidad, les habían atravesado la cabeza y la espalda.

Ésa noche Tomás no pudo dormir, vio la televisión toda la noche, repetidas veces observó el titular: Mataron a dos piqueteros.

"Mañana un nueva marcha piquetera reclamará castigo a los culpables", cerraba el conductor."A partir de las 15 se cortará la 9 de julio por una marcha piquetera. Esto generará caos el tránsito del centro porteño", anticipaba el cronista de la columna siguiente.

Cuando Camilo se despertó a la mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso automóvil.

Llamó a su padre en un grito, que fue bocinazo, y él al llegar hasta la cama de su hijo pensó que el desvelo pegado al canal de noticias lo hacia alucinar.

Salteó las responsabilidades de los medios y los delegados del poder electoral y fue directamente a enfrentar a los 8 que manejaban a éstos y el país.

No estaba sentado en esa mesa para negociar, años atrás prometió no hacerlo, estaba ahí dispuesto a dejar su vida para negar la muerte de la lucha.

- Me entrego, pero no conviertan la lucha de mi hijo y nuestros compañeros, en una farsa.

Vio diabólicas sonrisas crecer frente a sus ojos. Sonrisas de bocas manchadas de tinta verde, de dientes rotos por probar la veracidad del oro, de palabras de tortura.

- De qué se ríen, Camilo los va a apedrear en la cuarta guerra mundial. Cuándo las muertes ya no signifiquen abrir mercados, sino buscar igualdad.

- Tomás, siempre el mismo estúpido, dijo una voz cochina.

-Tomasíto, nada de guerras para nosotros. Cada vez más democracia, nuestras empresas defienden la bendita democracia, y así seguiremos bendecidos por el orden social, aseguró una voz asesina.

-Cállense, y sólo aceptenme para que mi hijo vuelva a marchar como una persona, y no cómo un obstáculo.

El pedido se cumplimentó. Camilo recuperó sus piernas para caminar los barrios, y sus brazos para alzar los puños. Pero perdió a su padre, condenado a aceptar la realidad propuesta. Ese fue el castigo de los 8.

Tomás ya no habla, ya no lee, ya no es crítico. Llega un rato antes, deja la bicicleta y espera el horario para cerrar las puertas del club y quedar al cuidado de la institución toda la noche.

Si uno es el último en irse lo ve acurrucado contra la radio, y si le pregunta qué escucha, siempre es la misma respuesta sobre la esperanza del quietismo...

- Estoy escuchando los números. Si dios quiere... hoy gano unos pesos.