9.18.2008


Las zapatillas, ya viejas compañeras de ruta, dejaron ver sus arrugas cuando se paro de puntitas de pie en el cordón de la esquina de Solano y López. Mientras espera el colectivo en uno de esos atardeceres tempraneros de invierno, se sella del frío con la campera: el cierre hasta el tope a riesgo de pellizcarse el cuello, la capucha a la cabeza y las manos en los bolsillos. Listo para lanzarse.


Se balancea sobre las arrugas de la zapatilla y deja los ojos fijos en el hilo de agua que resiste a los días sin lluvia. El hilo se transforma, en arroyo, en río, en laguna, la calle se jerarquiza e iguala a sus primas de Venecia. Está agotado, desea dejarse caer y, por unos segundos, la sangre que llegué al cerebro no tendrá suficiente aire. Tanto balancear, el impulso lo hace caer. La nariz es la primera en alcanzar el líquido espeso y oscuro. El fluido es asfixiante, logra el objetivo de detener sus pensamientos. El líquido no es la extensión de un charquito, sino que le sale por los poros y no es otra cosa que el miedo: una de esas obsesiones masoquistas, que lo tientan a ir por todo para jugar con la posibilidad de un fracaso más rotundo.

- ¡Ey! Dale...

El grito lo despierta. Tiene enfrente un par de ojos miel y una sonrisa, un tanto burlona, que no comprende como se quedó dormido de parado. Ella se le adelanta, saca el boleto. Aún, noqueado por la desconexión no escuchó el valor del boleto que pidió, pero sabe donde va a bajar. No es la primera vez que lo despierta.